Jaime Balmes fue un filósofo, teólogo, apologista, sociólogo y tratadista político español. Familiarizado con la doctrina de santo Tomás de Aquino, Balmes es un filósofo original que no pertenece a ninguna escuela o corriente en particular.
Generalmente la filosofía de Balmes es entendida meramente como «filosofía del sentido común», cuando en realidad se trata de algo bastante más complejo. Tanto en Filosofía fundamental como en Filosofía elemental (siendo esta segunda obra de carácter más divulgativo) se trata el tema de la certeza.
Balmes divide la verdad en tres clases irreductibles, si bien hablamos de la misma cual si sólo fuera una. Estas son las verdades subjetivas, las verdades racionales y las verdades objetivas. El primer tipo de verdad, la subjetiva, puede ser entendida como una realidad presente para el sujeto, que es real pero depende de la percepción del hablante. Por ejemplo, afirmar que se tiene frío o que se tiene sed son verdades subjetivas. El segundo tipo, la racional, es la verdad lógica y matemática, valiendo como ejemplo cualquier operación de este tipo. Finalmente, la verdad objetiva se entiende como aquella que —aún percibida por todos— no entra dentro de la categoría de verdad racional: afirmar que el cielo es azul, o que en el bosque hay árboles.
Los tres tipos de verdad son irreductibles, y los métodos de captación difieren de una a la otra. Por ello, es menester que la filosofía plantee en primer lugar qué tipo de verdad buscamos.
Para Balmes no existe la posibilidad de dudar de todo: haciendo afirmación tal, olvidamos que hay una serie de reglas del pensar que admitimos como verdades para poder dudar. De forma similar a lo planteado por San Agustín o Descartes, afirmar que dudamos implica necesariamente la certeza de que estamos dudando. De esta manera, también la duda es una certeza. Es imposible un auténtico escéptico radical, pues no existe la duda universal.
La certeza es natural e intuitiva como la duda, y anterior a la filosofía. Para llegar a esta certeza, son necesarios los llamados «criterios», los medios mediante los cuales podemos acceder a la verdad. Balmes prefiere distribuirlos en tres: los criterios de conciencia, los de evidencia y los de sentido común. Son éstos los criterios para acceder a los tres tipos de verdad. Llegados a este punto, cabe señalar la relación de las verdades subjetivas con los criterios de conciencia, las verdades racionales con los de evidencia y finalmente, las verdades objetivas accesibles mediante el criterio del llamado «sentido común».
De esta manera, la tesis fundamental de Balmes es que no hay verdad de la cual surjan todas las demás.
El pensamiento económico de la Escuela de Salamanca se mantuvo con fuerza en las universidades españolas hasta el siglo XVIII, cuando comenzó a declinar. Sin embargo, las doctrinas escolásticas pudieron seguir explicándose con mayor o menor continuidad a lo largo del XIX y no es de extrañar -por tanto- que Balmes conociera el pensamiento tomista en la Universidad de Cervera, donde sabemos que estudió. Por otra parte, como él mismo relata, tuvo experiencia directa de crisis económica y alteraciones en los precios durante algunos episodios de las Guerras Carlistas en Cataluña.
Leemos en su artículo Verdadera Idea del Valor, que publicó en 1844,que “el valor de una cosa es su utilidad. Entiendo aquí por utilidad la aptitud de la cosa para satisfacer nuestras necesidades”. Y avisa de que “en este punto, el error fundamental está en confundir el coste con el valor… ideas que a veces andan en proporción, a veces en suma discrepancia”. Pero se sorprende de que tales errores se mantengan en el ámbito intelectual, cuando el sentido común demuestra claramente la experiencia que todos tenemos de “cosas que cuestan mucho trabajo, y no valen nada”. Lo cual no se opone a que, en algunos casos, “el coste del trabajo contribuya al aumento del valor de la cosa; pero es accidental y nunca depende de aquí el verdadero valor de ella”. Porque la conclusión de Balmes será que “la medida única del valor de una cosa es la utilidad que proporciona”.
No está de más, por todo ello, destacar la perspicacia del filósofo catalán, en una lógica coherencia con el pensamiento de los doctores de Salamanca. Según Huerta de Soto, fue “capaz de resolver la paradoja del valor y enunciar muy claramente la teoría de la utilidad marginal veintisiete años antes que el propio Carl Menger”.