Verdadera Idea del Valor

Verdadera Idea del Valor 1844 es Más información
Escrito por: Jaime Balmes

El breve artículo de Balmes sobre esta materia del valor se considera en muchos aspectos como una intuición bastante completa de la Teoría de la Utilidad Marginal, anterior en el tiempo a los textos más famosos de Menger, Jevons o Walras, pero también de Gossen. Conviene adelantar algunas consideraciones. Porque, más allá de buscar una imposible conexión entre el político/filósofo español y estos economistas europeos, sí parece conveniente analizar con algún detalle los orígenes de la aportación balmesiana. Y comencemos por ubicarla en su entorno editorial. El texto se publicó en la revista La Sociedad, el 17 de septiembre de 1844. Era una de las varias iniciativas periodísticas fundadas por nuestro autor, en este caso en Barcelona y apenas el año previo de 1843. Descrita como "Revista religiosa, filosófica, política y literaria", salía en seguida de otro proyecto impreso: La Civilización, nacido en 1841; y fue anterior a su revista madrileña más conocida El pensamiento de la nación. Es interesante descubrir que "La verdadera Idea del Valor" se escribió a continuación de un largo ensayo sobre "El Socialismo" (primavera-verano de 1844), por el que Balmes se jactaría —con razón— de haber sido uno de los primeros españoles en ocuparse de este gran movimiento ideológico. Y en la misma revista había aparecido el año anterior otro ensayo sobre "La Población", que sin duda destaca por lo actualizado de su contenido y reflexiones. Aquí se muestra esa clarísima idea que tenía Balmes de la revolución demográfica que se estaba operando en la Europa industrializada. Apoyado en un trabajo de don Ramón de la Sagra, Balmes cita un buen número de filósofos y economistas que habían escrito sobre esa materia con dos opiniones: "la primera, que cuenta entre sus defensores a Montesquieu, Necker, Mirabeau, Adam Smith, Everett, Moren de Vindé, sostiene que la fuerza y riqueza de los Estados son proporcionales al aumento de la población, por considerar a esta como un elemento productor. La otra, que defienden Ortés, Ricci, Franklin, J. Stewart, Arthur Young, Towesend [sic], Malthus, J.B. Say, Ricardo, Destuttde Tracy, Droz, Duchatel, Blanqui, Sismondi, de Coux, Godwin, considera el aumento de la población como un verdadero mal". Es destacable su buen conocimiento de la bibliografía contemporánea (habla con soltura de las progresiones aritméticas o geométricas de Malthus); y lo acompaña con unos completos y modernos cuadros estadísticos, que sin duda reflejan una notable habilidad matemática.


«Tratando de señalar el verdadero sentido de la palabra, es menester tomar esta palabra, sola, aislada de cuanto pueda oscurecer o confundir su significado; (…) la sencillez es el carácter de la verdad (…). Previas estas consideraciones, entremos en la explicación de la palabra que forma parte el discurso que forma el objeto del presente discurso.
 
El valor de una cosa es susceptible de aumento o de disminución, es comparable con el de otras, y este aumento o disminución de los valores, y la relación que se conoce por medio de la comparación, son cosas que pueden estimarse más o menos aproximadamente; pues que tal estimación la hacemos a cada paso en todos nuestros planes y proyectos, en todos nuestros contratos, y puede decirse que casi en todas nuestras acciones. Para formar un juicio apreciativo de un objeto, necesitamos siempre escoger un punto de comparación; sin él es imposible que podamos establecer nada con respecto a una cosa (…).

Algunos ejemplos, harán palpables el sentido y verdad de estas reflexiones. (…) Nada hay tan grande sino lo infinito, nada hay pequeño sino la nada; todo es grande excepto la nada, todo es pequeño excepto lo infinito. (…) Si se calcula la mole de la tierra, entonces las inmensas cordilleras se convierten en un átomo; a su vez queda el globo reducido a una cantidad muy pequeña si se compara con el espacio encerrado en el sistema planetario; y el mismo sistema planetario no es mas que un punto si se considera la inmensidad del universo (…).

¿Y cuál podremos escoger para apreciar el valor de las cosas? Antes es necesario saber qué es valor. Destutt de Tracy ha dicho que la medida del valor de las cosas era el trabajo que costaba, (…). Se equivocó completamente.
 
Observando el significado usual, y aún el etimológico de la palabra valor, notaremos que en ella se halla siempre envuelta con esta o aquella forma, la idea de un provecho, utilidad, aptitud, poder para alguna cosa. Examínese su significación en el origen latino, y considérese luego el mismo en nuestra lengua. “Eso vale, eso no vale, no vale para nada, más me vale, valimiento, válido, inválido, hombre de valer, valiente, valeroso” , he aquí la misma raíz extendida a cosas de órdenes bien diferentes, y siempre encerrada en ella la idea de utilidad, provecho, aptitud , poder para alguna cosa; es decir, relación de un medio a un fin, enlace de este con aquel.

El análisis en que voy a entrar me conducirá a la proposición siguiente: el valor de la cosa es su utilidad. Entiendo aquí por utilidad la aptitud de la cosa para satisfacer nuestras necesidades; y en la palabra necesidades encierro las naturales, las facticias, las verdaderas, las aparentes, las grandes, las pequeñas, comprendiendo por consiguiente entre ellas, las comodidades, gustos, placeres, caprichos, etc.

Para poner la cuestión en el terreno más sencillo, pregunto: ¿Cómo apreciamos el valor de los alimentos? ¿Qué cosas entran en consideración para determinar nuestro juicio? La sanidad, el sabor, el olor, su vista, todo en relación con nuestra utilidad. Dos individuos han de hacer un cambio de ellos; ¿Qué mirarán? La salud, la edad, el gusto, el capricho y otras cosas semejantes. Se ha de juzgar cuál de dos comidas se aventaja a otra; ¿A qué se atenderá? ¿A lo que acabo de decir o a lo qué cuesta? Si el que ha cuidado de aparejarla hubiese desempeñado mal su tarea, expendiendo una suma considerable, grandes fatigas y trabajos, y la comida no fuese tan útil como otra menos costosa, ¿Podría pretender la preferencia del valor de la suya, alegando sus trabajos y dispendios? Y sin embargo, según Destutt de Tracy el valor natural y necesario de la comida sería el trabajo que cuesta; idea falsa, absurda, rechazada por el buen sentido, y que sacada del terreno científico y arrojada en medio de alegres convidados, no podría menos de sufrir satírico gracejo (…).

No negaremos que en algunos casos el coste del trabajo contribuya al aumento del valor de la cosa: pero es accidental siempre y nunca depende de aquí el verdadero valor de ella.


Para poner en claro tan complicada materia, recordaremos lo que llevamos ya asentado, a saber: que la medida y única del valor de una cosa, es la utilidad que proporciona; y entendiendo y aplicando esta definición, quedará todo en un punto de vista luminoso.

Si la utilidad es la única medida del valor de una cosa, ¿cómo es que vale más una piedra preciosa que un pedazo de pan, que un cómodo vestido, tal vez que una saludable y grata vivienda? No es difícil explicarlo, siendo el valor de una cosa su utilidad o aptitud para satisfacer nuestras necesidades, cuanto más precisa sea para la satisfacción de ellas, tanto más valor tendrá; se debe considerar también que si el número de estos medios aumenta, se disminuye la necesidad de cualquiera de ellos en particular; porqué pudiéndose escoger entre muchos, no es indispensable ninguno.

Y he aquí por qué hay una dependencia necesaria, una proporción entre el aumento y la disminución del valor, y la carestía y abundancia de una cosa. Un pedazo de pan tiene poco valor, pero es porque tiene relación necesaria con la satisfacción de nuestras necesidades, porque hay mucha abundancia de pan; pero estrechaz el círculo de la abundancia, y crece rápidamente el valor, hasta llegar a un grado de cualquiera; fenómeno que se verifica en tiempo de carestía, y que se hace más palpable en todos géneros entre las calamidades de la guerra en una plaza acosada por muy prolongado asedio.

Entonces podrá valer un pan una onza de oro, diez, diez mil si el hambre llega a su máximo, y ¿Por qué? Porque se aumenta la relación que tiene aquel pan con la satisfacción de la primera necesidad; el valor del oro entonces, decae rápidamente, y puede llegar a reducirse a la nada; y ¿Por qué? Porque pasa a ser inútil; porque no sirve, no vale para satisfacer nuestras necesidades; y su algún valor les queda, es por la eventualidad que hay de que pasado el asedio podrá ser útil, podrá valer para el propio objeto.

De todo lo asentado hasta aquí, se deduce que el valor de un objeto consiste en la dependencia que de dicho objeto tiene la satisfacción de nuestras necesidades; y por consiguiente, cuanto más capital sea esta necesidad, y cuanto más urgente; y además, cuanto más preciso sea en particular el objeto para satisfacerla, tanto más será el valor de él; por manera que podría decirse hablando matemáticamente, que el valor está en razón compuesta de la directa de la importancia, de la necesidad y de su urgencia, y de la inversa de la abundancia de los medios de satisfacerla.

Atendida la naturaleza de las cosas en general y de la sociedad, es evidente que estos factores, importancia, urgencia y abundancia de medios, estarán sujetos a muchas variaciones; y que además, habiendo de apreciarse estos factores en resultado final por el juicio de los hombres, se resentirán por precisión del clima, de la estación, del estado de la sociedad, de las disposiciones particulares, de ciertas clases e individuos, y de la veleidad, de los caprichos, de las modas, y de mil otras circunstancias imposibles de enumerar en su totalidad, pero muy fáciles de notar para ensartar de ellas si necesario fuere, una larga cadena.

Vamos ahora a ver la relación que hay entre el coste y el valor.

Es innegable que se han de satisfacer las necesidades del ser animado que se emplea en un trabajo y fácilmente se alcanza que esto ha de influir en el coste. Es necesario mantener al buey que arrastra el arado, al mulo que hace girar una palanca, al caballo que tira de un coche; así como es necesario también reparar la parte que va consumiendo o menoscabando de una máquina, cubrir, digámoslo así, las necesidades de la máquina. (…) Para que se pueda trabajar, es menester conservar el instrumento, o hablando con más generalidad y exactitud, para que continúe la producción del efecto, es menester conservar la causa (…).

No es suficiente atender a la conservación de una causa, sino que es preciso proporcionársela si no se la tiene a la mano, y en muchos casos es preciso hasta producirla. Se erraría, por tanto, si no se llevaba en cuenta el coste que esto puede traer consigo; (…). No es menos evidente que quien ha de aprovecharse del efecto, es menester que cuide de la producción, aplicación y conservación de la causa, ó que al menos reintegre al que cuida de ello. y no tratamos de la cosa bajo el aspecto de equidad y justicia, porque, como se ha podido notar, de propósito hemos prescindido de toda clase de consideraciones morales; hablamos de la necesidad entrañada por la misma naturaleza física de las cosas. Porque bien claro es que quien necesita pan y ni quiera cuidar de labrar la tierra, de sembrar, cultivar y recoger el grano, ni moler el trigo ni amasar la harina, ni cocer el pan; si se empeña, además, en no querer satisfacer a otros que por él se tomarían esa pena, se ha de quedar sin comer, y de buen o mal grado se verá precisado a entrar en razón acosado por el hambre.

Se necesitan al año para cubrir las necesidades de un país, una cierta cantidad de tejidos de esta o aquella clase. Supongamos, para mayor sencillez, que toda la elaboración se haya de hacer en el mismo país. ¿Qué sucederá? Es necesario procurarse las primeras materias, prepararlas, fabricarlas y ponerlas en estado y lugar en que estén a disposición del comprado que las necesita. ¿Qué es lo que ha de satisfacer el comprador, para que pueda proporcionarse la porción del tejido que necesita? Todo cuando ha costado el ponerle la tela en la mano; y ¿por qué? porque si no se puede atender a todo lo que se necesita para la construcción, conservación y movimiento de las máquinas que sirven a la fabricación, y al arreglo, conducción y colocación de las piezas, las piezas no se hallarán en la tienda o almacén, y el que necesita el tejido no le encontrará cuando lo busque.

Es preciso, pues, que se someta el comprador a pagar la cuota que le corresponde para cubrir todo esto; y desde entonces correrá de su cuenta, en proporción de su gasto, la cría y manutención de todos los animales que en ello se emplean, deberá pagar también sus arreos, deberá alimentar a los jornaleros y a sus familias, cubriendo al menos sus más precisas necesidades, deberá también contribuir a conservar y engrandecer un poquito o tal vez mucho, la cómoda vivienda de los fabricantes, deberá mantener en arreglado aseo y comodidad a sus familias, deberá costear el lujo y los caprichos del comerciante que abarca en grande las empresas, y deberá mantener , al menos en modesta decencia al artista que ha construido las máquinas: no podrá olvidarse tampoco del contingente que le toca para que el sabio que ha suministrado la idea no sufra algún desvanecimiento de puro ayunar, y que se vea, por consiguiente, obligado a cesar en su provechosa tarea.

¿Pero todas estas consideraciones no constituyen el valor en su mismo coste? No.

Y para palparlo, supongamos que se presenta en el mercado una remesa de géneros de igual perfección, pero a menor precio, por razón del mayor adelanto de la fabricación de los nuevos competidores; desde luego los primeros tendrán que acomodarse al precio de los segundos, so pena de no vender nada; y sin embargo, el género les cuesta á ellos lo mismo; pero ni a sus propios ojos tendrá el mismo valor; y dirán naturalmente: esta competencia nos cuesta tanto de pérdida.

Y ¿Por qué? porque ellos entonces ya no son necesarios, las necesidades se pueden satisfacer de otra manera menos costosa, y todo el mundo se reiría, si debiendo hacerse una paga en género, pretendiese uno de ellos contarlo al antiguo precio, solo porque a él le cuesta lo mismo que antes.

Otro ejemplo: hay una gran escasez de tela de tal clase, que tendrá tal calidad, supongamos un excelente y difícil color: hay un tintorero que por casualidad descubre un ingrediente muy barato, que con aplicación muy sencilla produce perfectamente el deseado color. ¿Cuánto valen sus telas? Como las otras. ¿Cuánto le cuestan? Casi nada: luego no hay necesaria concesión entre lo que cuesta una cosa y lo que vale.

Hay un artista que con la mayor facilidad ejecuta maravillas:¿Cuánto valen? Es claro que tanto y más que las obras de otros. ¿Y cuánto le cuestan a él? Nada: un juego, un pasatiempo. Pero se nos dirá: si no le cuestan a él, ya cuestan a los compradores, y aquí está el valor:

– ¡Qué aberración!

– ¿Por qué lo pagas tan caro, comprador?

– Porque es muy bueno y lo vale.

– ¿Veis cómo el coste es hijo del valor , y cómo existe el valor antes del coste?

– Oh, no es lo que valga, sino que él exige esto.

– Pues ¿Por qué lo pagas? ¿Por qué no te vas con otro?

– Porqué no lo hallo tan bueno.

– Es decir que si lo tenías ya no lo cambiarías con los otros.

– Cierto.

– Pues entonces cuando dices más bueno, quieres decir que ya de suyo vale más; pues que para hacer el cambio pedirías una compensación».

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