Instrucción de Mercaderes

Instrucción de Mercaderes 1544 es Más información

[Instrución de mercaderes muy provechosa, en la qual se enseña cómo deven los mercaderes tractar y de qué manera se han de evitar las usuras de todos los tractos de ventas e compras, assí a lo contado como a lo adelantado y a lo fiado, y de las compras del censo al quitar y tractos de compañía y otros muchos contratos. Particularmente se habla del tracto de las lanas. También ay otro tractado de cambios, en el qual se tracta de los cambios lícitos y reprovados]

Instrucción de Mercaderes, ha despertado de manera constante el interés de los historiadores del pensamiento ético-económico.

Unos y otros le han considerado testigo inigualable de la renovación de las prácticas mercantiles que, a raíz de la llegada de las primeras grandes remesas americanas de oro y plata, se desarrollaban en Medina del Campo, una de las plazas más importantes de la España de la época y lugar donde este clérigo ejercía su labor pastoral. Asimismo, y salvo ciertas excepciones que han sido superadas a través de un conocimiento más exhaustivo del texto, se ha señalado la singularidad de algunos de sus planteamientos, se ha destacado su papel –al lado de Martín de Azpilcueta y Tomás de Mercado– en el desarrollo de la teoría bancaria de la Escuela de Salamanca, y se le han atribuido logros como haber defendido que los precios determinan los costes, y no al contrario, o el hacer depender el salario de la abundancia o escasez de trabajadores. Por todo ello, unido a su original estilo, vehemencia e ironía, Domingo Ynduráin lo definió como “uno de los más interesantes economistas de la
época”, juicio corroborado también por la asiduidad con la que recurrieron a él otros escritores y por la traducción italiana que de la Instrucción realizó Alfonso de Ulloa, publicada en Venecia en 1561.

Saravia de la Calle fue, ante todo y sobre todo, un moralista turbado por los abusos cometidos en los contratos comerciales, de manera especial los vinculados con los intereses con que se gravaban los préstamos, y un sacerdote preocupado por la salvación de los fieles cristianos. Por ello, en el prólogo de la Instrucción, dirigido a Sebastián Ramírez de Fuenleal, obispo de Cuenca y presidente de la Chancillería de Valladolid, señaló como principales destinatarios de su discurso a los “romancistas confessores” y a los propios mercaderes, esto es, dos colectividades alejadas de la elite universitaria, con una instrucción teológica bastante deficiente, por no decir inexistente, y para las que la lengua del Lacio era poco o nada familiar. En consecuencia, la elección del castellano quedaba supeditada al desarrollo de una labor pedagógica y catequética más eficaz, según reclamaban con gran ímpetu ciertos sectores eclesiásticos desde el siglo XV.

Como fruto inmediato de ese intento de paliar las carencias formativas del clero, en especial del encargado de la cura de almas, y de algunos seglares piadosos, el mercado editorial español acogió la publicación de un número considerable de confesionarios redactados en vulgar, realidad que nuestro autor juzgaba con bastante escepticismo. El planteamiento era bastante simple, aunque no por ello menos novedoso: el mero hecho de escribir en romance no significaba nada, puesto que al que carecía de letras, al “idiota”, tan poco útil le era un libro en latín como uno redactado en cualquier otra lengua, aunque fuera la suya propia. Por lo cual, si se pretendía alcanzar un remedio satisfactorio a la ignorancia de los párrocos, éste debía pasar obligatoriamente por el impulso de una doctrina en castellano que permitiera adquirir una correcta formación profesional y, por consiguiente, desarrollar un eficaz apostolado.

Por otra parte, los manuales para confesores y penitentes no se configuraban como el marco más adecuado para dogmatizar sobre asuntos de índole económica –ni de cualquier otra naturaleza–, dadas las características del género. La mayoría de los casos estaba conformada por interrogatorios o cuestionarios que, en el momento de abordar el séptimo y el décimo mandamientos del Decálogo, se centraban con mayor o menor prodigalidad en los problemas de la posesión legítima, del préstamo usurario y de la simonía. Fuera de su alcance quedaba, pues, cualquier análisis de la transformación que había sufrido el mercado español, cuyas ferias habían pasado del trueque de mercancías a la compraventa de dinero. Una metamorfosis que condujo al desarrollo de una sociedad precapitalista y, claro está, de toda una problemática moral en torno a la licitud de las nuevas artes de mercadear que la Iglesia y sus doctores debían acometer, aun salvando los escrúpulos que suponía renunciar a la seguridad proporcionada por el latín.

Así pues, puede afirmarse que, si bien la doctrina teológica acerca de la materia económica se había desarrollado, hasta ese momento, en el marco de las Summae, los comentarios a la Secunda Secundae de santo Tomás, o de los tratados De Iustitia et Iure, el precedente inmediato de la primitiva prosa económica castellana hay que buscarlo en los confesionarios, de los que estas primeras monografías sobre técnicas mercantiles heredaron una orientación eminentemente práctica. De ellos también se deriva el hecho de que Saravia señalara como interlocutores a los propios mercaderes, aunque con el convencimiento de predicar en el desierto, y ese resquemor que sentía ante la posibilidad de que sus conjeturas, al igual que un interrogatorio penitencial demasiado exhaustivo por parte del confesor, alimentaran su ya diabólico ingenio.

De acuerdo con esta argumentación, los destinatarios de las obras –sacerdotes poco instruidos y comerciantes–, junto al provecho que se perseguía –didáctico y moral–, se convirtieron en los pretextos que la totalidad de tratadistas esgrimió para justificar la redacción de sus escritos en lengua vulgar, convirtiéndolos en auténticos tópicos. A ellos cada autor agregó otros motivos más o menos personales, que para nuestro clérigo se concretaron en querer responder al excesivo positivismo y al rigorismo con que Cristóbal de Villalón había juzgado los nuevos hábitos mercantiles en su Provechoso Tratado de Cambios y Contrataciones, cuya segunda edición vio la luz pública cuando la Instrucción aún se estaba redactando.

De esta forma, la todavía incipiente línea castellana de análisis económico recibió un saludable impulso, mientras se abrían nuevas posibilidades para el establecimiento de un nuevo círculo doctrinal que, aunque hundía sus raíces en las autoridades latinas tradicionales y mantenía una comunicación fluida con las universitarias, no se limitó a traducirlas ni a copiarlas, permitiendo con ello el progresivo avance de la ciencia española.

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